Una bolsa biodegradable lleva a la ikastola Begoñazpi a la final de la Lego League
Se disuelve en unos minutos y no deja rastro. Es la bolsa biodegradable que aupó a seis alumnos de la ikastola Begoñazpi hasta la final del certamen de ciencia escolar más prestigioso del mundo, celebrado en Estados Unidos
La innovación compete a la sociedad en su conjunto, no a una élite”. Lo dice la responsable de proyectos de Innobasque, Estíbaliz León, y buena prueba de ello son los seis alumnos de la ikastola Begoñazpi que participaron el pasado sábado, junto a otros 400 grupos escolares de todo el mundo, en la final de la First Lego League, el prestigioso campeonato de robótica, ciencia y tecnología recién celebrado en Estados Unidos. “Hay cosas a las que hay que darles otra vuelta para encontrarles otra aplicación. No necesariamente hay que inventar la cura contra el cáncer, sino de alguna manera reformular”, señala, a sus 15 años, Ibai Alonso, en referencia a las bolsas que han creado con un material ya existente y que les auparon hasta la final.
Vale que apenas son unos adolescentes, pero la bolsa que tienen entre manos y que se disuelve en agua sin dejar rastro en cinco minutos, no es un mero entretenimiento. “Hay que prestar más atención a los proyectos de innovación realizados por escolares y dejar de verlos como un juego de niños, ya que estamos perdiendo talento y oportunidades por el camino”, advierte la responsable de proyectos de Innobasque. De hecho, añade, en “las dos últimas ediciones de First Lego League Euskadi alumnos de las ikastolas Begoñazpi y Lauro han llegado a la final del prestigioso premio Global Innovation Award presentando soluciones innovadoras, viables, factibles e incluso contratadas. ¿Te imaginas qué pasaría si se convirtieran en un producto real desarrollado en colaboración con empresas y centros de I+D+i vascos?”, deja en el aire.
Los chavales tampoco descartan ver sus bolsas en los supermercados. “Nos encantaría y haríamos un gran favor al medio ambiente quitando todo ese plástico que está matando a los animales”, señala Ibai. De hecho, ya han contactado con una empresa de Granada, que está “dispuesta a producirlas gratis si le damos el polímero. Queremos implementarlas mundialmente”, sueña en voz alta. De cumplirse su utopía, contribuirían a reducir las 8.000 toneladas anuales de plástico no degradable que, según sus datos, generan las bolsas de toda la vida.
Las suyas han pasado varias pruebas del algodón y cumplen la normativa. “Metimos un extintor de 7,8 kilos dentro y ni se deformó. Metimos el pie de una compañera y tampoco. También hemos hecho la prueba del dardo y no se rompe”, explica Ibai. Partiendo el proyecto de Bilbao, como no podía ser de otra manera, han tenido en cuenta los chaparrones. “Si llueve, la bolsa se disuelve, así que la recubrimos con grasa de caballo. Estamos todavía buscando las tintas, que tienen que ser biodegradables e hidrosolubles. Encontramos a alguien que nos las trae, pero desde China”, apunta su compañero Jon Jarrin. “Si llevásemos un congelado que soltase mucha agua, se podría hacer un agujero minúsculo”, admite honesto Ibai, “pero sería como llevar un helado a 40 grados en Sevilla”.
También Marina Mercado da muestras de su sinceridad al reconocer que el primer prototipo -que hicieron “cortando y cosiendo bolsas para cebo de las que se deshacen en el agua”- les quedó “un poco cutre”. Pensando cómo mejorarlo, se le “fue la pinza” e intentó sellarlas con un pirógrafo. No funcionó, así que se llevó el trabajo a casa, porque horas han metido a tutiplén. “Mi padre me dijo: ¿Por qué no pruebas con la máquina de envasar al vacío? Me quedé descolocada, pero al final es lo que hemos usado para hacer estas bolsas”, que se venderían 2 céntimos más caras que las tradicionales. “Nos parece medianamente viable, aunque el encargado del plan de negocios es Iñigo”, dice pasando la pelota a otro de sus compañeros.
LOS DE LETRAS TAMBIÉN PUEDEN Además de la parte contante y sonante del proyecto científico, Iñigo Uriarte se ha encargado del “robot, que se llama Izaro y está programado para hacer misiones sobre un tapete”, con las que va acumulando puntos en la competición. “Lo bueno es que tenemos un mecanismo que nos deja poner y quitar brazos rápido”, destaca y hace una demostración. “En dos minutos y medio tenemos que programarlo para que escale eso, pase por ahí, dé comida a estos…”, detalla, señalando a unos animales construidos con Lego. “Se necesita precisión y habilidad”, concluye.
Imanol Marín, que también ha colaborado con el robot, asegura que en esto de la tecnología no hay diferencia entre chicos y chicas. “Pueden aportar lo mismo porque tanto Marina como Iñigo han estado programando igual de bien”, da fe. Lo que les ha costado un poco más a todos es aunar posturas, aunque al final, dice, “siempre llegábamos a un acuerdo”. Miren Alazne Díaz, responsable de exponer “con quién hemos cooperado o lo que hemos descubierto”, deja patente que, aunque se topen con un camino sin salida, no se desaniman. No en vano, antes de idear las bolsas, ellos mismos desecharon un proyecto sobre “los buitres que mueren por comer vacas que han tomado ibuprofeno. No encontramos solución y cambiamos”, cuenta.
Además de “aprender sobre ciencia o matemáticas”, estos alumnos “desarrollan habilidades como el pensamiento crítico o el liderazgo, que favorecen la innovación”, señala la responsable de proyectos de Innobasque. También aprenden a “sacar adelante un reto” y trabajar codo con codo, algo “primordial”, asegura Eider Aznar, jefa de estudios de Begoñazpi. “De hecho, muchas veces no son los alumnos más brillantes los que más lejos llegan, sino los que mejor saben trabajar en equipo”, afirma. Y no todos son de Ciencias. “El año pasado un equipo llegó a una final en Washington y dos alumnas son de Letras”, tumba el mito.